sábado, 3 de noviembre de 2012

Arpegios del pasado


Quiero volver.
Volver a cuando éramos nosotros, no tú y yo. Cuando nuestros ojos eran pasión, verdad… amor.
Conseguiste hacerme olvidar y volar sobre el pasado, que quedó desdibujado a la sombra de tu risa. Por ti pinté de negro a cisnes para revolucionarnos a nosotros dos, los patitos feos. Es irónico que alguien con ese tremendo poder imbuya el sentimiento contrario sin saberlo siquiera. Con tu adiós me regalaste el billete de regreso a casa, donde tiemblo sin remedio. Sin ti. No puedo arroparme con tu pelo, sólo tengo la ambigua manta del pasado, fría como la escarcha. Tan fría que quema mi razón. Razón que, antes de acurrucarse a mi lado llorando por nuestra suerte, me gritaba que debía seguir adelante, que eras una piedra más en mi camino. Pobre ilusa. Por suerte o por desgracia, quizás por un sádico placer que se esconde en la caverna de mi alma, soy un hombre que ha elegido el destino de tropezar constantemente con la misma piedra.

La complejidad que hacía tan especial lo nuestro ha parido algo sencillo, fácil de entender para cualquiera que haya amado alguna vez. Puede que yo no fuese para ti, o que tú no fueses para mí; pero hay algo que sabemos los dos. Ese algo ha hecho que pongamos kilómetros de por medio para que nuestra mutua atracción no nos vuelva a destruir. Ese algo es que, juntos, eramos imparables.

 El fruto que nació cuando separamos nuestros corazones es algo que no podré borrar, su sencillez ha cicatrizado en mi pecho a fuego lento. Esa esquirla de lo que queda de ti me recuerda que eras y seguirás siendo mi mayor inspiración, para bien o para mal. Eres mi música

Era una mirada de sueño. Un intento de pintar de realidad al sueño

viernes, 1 de junio de 2012

Mi desierto


 La barca en la que navego no avanza. El mar de arena por el que voy impide que así suceda. Las lágrimas se cristalizan al salir de mis ojos, ahondando más los cimientos de la impávida extensión por la que deambulo sin rumbo fijo. Mi corazón, hecho papel y lapicero, bombea  una tinta triste y oscura, que pudre mis sentidos, y no me deja atisbar un horizonte claro hacia el que dirigirme. Mis manos tratan de remar, pero al tocar los remos se desvanecen cual humo. Un humo perverso, desdentado y yonki. Mi sangre trata de abrazarse a la esperanza, pero al tocarla se hace costra. Visto el cartel de bienvenida del páramo hostil y solitario en el que se ha convertido la vivienda de mi conciencia, decido acurrucarme en un rincón de mi embarcación, tratando de hacer menos doloroso el trayecto, intentando refugiarme entre unos brazos asfixiantes y nicotínicos, que adormecen mi ser y parecen ayudarme hasta que pase la tormenta de mi desierto particular.

 Sin embargo, el jocoso Sol del futuro, se ríe de mí y abrasa mis entrañas, creyéndose inalcanzable y todopoderoso. Entre el dolor y las quemaduras, alzo una mano, haciendo ademán de acariciar su brillante silueta, quemándome más y más. A pesar de ello, reflexiono y pienso "¿Qué más puede perder un hombre sin alma?"; "¿La vida quizás?""Pero… ¿Qué es la vida sin alma?". El dolor no importa ya. Una vez superado el umbral de la indecencia, nada más puede rendirse a la inclemencia del abandono. Con esta idea por bandera, me levanto y salto fuera de mi bote, quebrado y carcomido por penurias pasadas. Penurias que debo dejar atrás, junto con mis pútridos sentimientos. Aferrarse al pasado no cambiará el presente.

 Ahora puedo ver claramente el oasis hacia el que debo encaminarme. El Sol huye despavorido en esa misma dirección, tratando desesperadamente de besar las comisuras de MI desierto. Desierto por el que ahora puedo caminar veloz y decidido, comiéndole terreno al futuro, con el mero propósito de alcanzarlo y cambiar las tornas, haciendo que él se rinda ante mí.
 Que comience la carrera.

viernes, 11 de mayo de 2012

Llamada Soledad


 Aquella noche la oscuridad era densa, como el ferviente humo que perecía en el anonimato tras cada calada que degustaba de un sencillo canuto, mientras el sonido del balanceo de mi butaca arrullaba al silencio que bañaba mi cuarto. No pude evitar sentirme identificado en cierta medida con la sustancia que me abrazaba y me ayudaba a abstraerme de la triste realidad. Claro y dinámico en mis inicios, patético y difuso en la culminación de mis actos.

 Tiempo atrás, aquella estancia había estado tintada de sus risas y sus besos, de sus gemidos al oído, vertidos con delicadeza en la caldera de mi alma. Su mera presencia otorgaba una luz pura y cristalina a la habitación, envidiada por el destello argénteo más brillante de la luna llena más hermosa.
 En aquellos momentos, no necesitaba intereses vacíos ni placebos sentimentales, el simple acto de bucear en su mirada era más que suficiente para dar sentido al torbellino que siempre había sido y será mi existencia.
 La embriaguez emocional me impedía ver más allá de la fragancia de su pelo, del tañer melodioso de su voz; amaba esa sensación, al igual que la amaba a ella. Pero, detrás de ese telón de alegría, la directora de todas las funciones de mi vida esperaba pacientemente la resolución que ella había predicho con cruel precisión hasta el día de hoy. Y, como de costumbre, Soledad volvió a colgar el cartel de cerrado por defunción.

 Ahora sólo me quedaba un álbum de fotos para revivir nuestra vida juntos, impregnado con recuerdos pasados más felices, mientras la ceniza ahogaba el cuello del porro en el cenicero, dando por finalizada aquella siniestra danza que compartía todos los días, desde que el Sol se desperezaba de su nocturno letargo, hasta que la luna se vestía de gala y me sonreía irónicamente con sus finas curvas plateadas, con mi ambigua casera, una puta llamada Soledad.

viernes, 4 de mayo de 2012

"La luz de sus ojos"


 Creo que me enamoré de ella nada más verla. Recuerdo ir charlando desenfadadamente con mi primo y unos amigos por aquel mantel verde que se extendía meticulosamente a lo largo de aquella residencia inglesa donde pasamos el principio de aquel mágico verano.
 Entre risas y chistes hubo un segundo en el que me dio por mirar la entrada del hall; entonces, el silencio se cernió sobre mí y todo lo que me rodeaba se apagó. Todo, salvo ella. No se exactamente en lo primero que me fijé; no se si fue en su peculiar manera de desviar la mirada mientras hablaba, en su delicada sonrisa, o en como su pelo caía brillante y sedoso, cruzando su frente y alumbrando esos dos crisoles de luz y felicidad.
 Por aquel entonces, yo era un soldado raso en las cruzadas del amor, pero me di cuenta tras nuestro primer cruce de miradas, que parte de mí sería suya para siempre.

 Le dediqué tímidos vistazos entre la gente durante semanas, sin atreverme siquiera a presentarme, sin saber que decir, sin saber si ella me correspondería en el caso de que yo confesase mis turbulentos sentimientos… sin ver que no era el único que me había fijado en ella. Alguien a quien yo había confesado mi predilección por aquel rostro inusual tiempo atrás. Alguien a quien yo creía mi amigo. Sin embargo, tampoco le conocía lo suficiente como para reprocharle aquella acción, por lo que intenté olvidarme de ella, resguardándome entre las paredes de otras amistades, ahogándome lentamente con el supurar de mi alma.

 Para mi consuelo y decepción, el ocaso del campamento llegó sin apenas darme cuenta. La última noche nos reunimos todos en diferentes habitaciones, con el fin de recoger un pedazo de cada persona especial conocida durante aquellos días, en forma de firma, sobre pequeñas réplicas de la bandera oficial de la nación.
Por más que pretendo acordarme de las dedicatorias que plasmé en los diversos trozos de tela que fueron llegando a mis manos, tan sólo puedo recordar la que le regalé a ella, con una parte de ese sentimiento hondo y cavernoso que se esforzaba por no sangrar. “Espero que nunca nadie pueda apagar la luz de tus ojos”. En aquel momento recé porque no la leyese, que no descifrara de entre aquellas palabras mis  confusos sentimientos. Al menos mientras estuviese cerca de mí. No sé si en aquel momento se fijó en mi rúbrica, pero a la mañana siguiente, entre aquel mar de lágrimas que derramaban la mayoría de mis compañeros durante el inevitable adiós, me topé con sus ojos. Intenté decirle todo con mi mirada, sin dejar escapar ni una sola lágrima. No haría falta, pues mi corazón lloraba desde hacía tiempo. En ese momento llegué a creer que ella sentía lo mismo, pues el abrazo en el que nos fundimos por unos instantes, a solas, me transmitió mucho más que la mayoría de los besos que, a posteriori, depositaría en otros labios. Labios que tardarían demasiado en ser los suyos.
 Durante aquel breve espacio de tiempo, le susurré al odio que no perdería jamás el contacto con ella, que algún día nos veríamos.

 Y así fue. Mantuvimos a duras penas la relación que la distancia nos permitía, y, a pesar de aborrecer las redes sociales, acabé por apreciarlas sólo por chatear con personas especiales. Personas como ella.

 Al cabo de unos años, viajé con mi mejor amigo a su ciudad, por fin, con mayor experiencia en el sentir, acuñada entre banales besos y caricias. Con el apoyo de J y gracias a sus consejos y ánimos, y, casualmente, durante la fiesta de cumpleaños de ella, le transferí sutil y cálidamente todo lo que creía seguir sintiendo por ella, entre imperceptibles destellos de cariño mutuo.
 Como siempre, llego la despedida. Pero esta vez, y a diferencia de años atrás, no sólo miradas y abrazos nos juntaron. Un inmortal contacto entre sus labios y los míos acabó por fusionarnos por completo. Aquel beso quedó grabado en mi cabeza y en las comisuras de mis carnosos ribetes hasta el día de hoy, dejando una imborrable huella en sus pliegues, que aguardan pacientes un nuevo roce con los que consideran sus eternos gemelos.

 El viaje de vuelta pasó volando entre los recuerdos de la noche pasada, deseando llegar a casa para poder golpear, como siempre, pero con un distinto significado, las teclas de nuestros respectivos ordenadores, cada uno al otro extremo de un frío monitor.
 Fue entonces cuando me di cuenta que la historia se repetía, y que debería pasar mucho tiempo, quizás demasiado, hasta poder simplemente beber de su mirada y disfrutar de su presencia. Aunque fuese una vez más.