Creo que me enamoré de ella nada más verla.
Recuerdo ir charlando desenfadadamente con mi primo y unos amigos por aquel
mantel verde que se extendía meticulosamente a lo largo de aquella residencia
inglesa donde pasamos el principio de aquel mágico verano.
Entre risas y chistes hubo un segundo en el
que me dio por mirar la entrada del hall; entonces, el silencio se cernió sobre
mí y todo lo que me rodeaba se apagó. Todo, salvo ella. No se exactamente en lo
primero que me fijé; no se si fue en su peculiar manera de desviar la mirada
mientras hablaba, en su delicada sonrisa, o en como su pelo caía brillante y
sedoso, cruzando su frente y alumbrando esos dos crisoles de luz y felicidad.
Por aquel entonces, yo era un soldado raso en
las cruzadas del amor, pero me di cuenta tras nuestro primer cruce de miradas,
que parte de mí sería suya para siempre.
Le dediqué tímidos vistazos entre la gente durante
semanas, sin atreverme siquiera a presentarme, sin saber que decir, sin saber
si ella me correspondería en el caso de que yo confesase mis turbulentos
sentimientos… sin ver que no era el único que me había fijado en ella. Alguien
a quien yo había confesado mi predilección por aquel rostro inusual tiempo
atrás. Alguien a quien yo creía mi amigo. Sin embargo, tampoco le conocía lo
suficiente como para reprocharle aquella acción, por lo que intenté olvidarme
de ella, resguardándome entre las paredes de otras amistades, ahogándome
lentamente con el supurar de mi alma.
Para mi consuelo y decepción, el ocaso del
campamento llegó sin apenas darme cuenta. La última noche nos reunimos todos en
diferentes habitaciones, con el fin de recoger un pedazo de cada persona
especial conocida durante aquellos días, en forma de firma, sobre pequeñas
réplicas de la bandera oficial de la nación.
Por más que pretendo
acordarme de las dedicatorias que plasmé en los diversos trozos de tela que
fueron llegando a mis manos, tan sólo puedo recordar la que le regalé a ella,
con una parte de ese sentimiento hondo y cavernoso que se esforzaba por no
sangrar. “Espero que nunca nadie pueda apagar la luz de tus ojos”. En aquel
momento recé porque no la leyese, que no descifrara de entre aquellas palabras mis confusos sentimientos. Al menos mientras
estuviese cerca de mí. No sé si en aquel momento se fijó en mi rúbrica, pero a
la mañana siguiente, entre aquel mar de lágrimas que derramaban la mayoría de
mis compañeros durante el inevitable adiós, me topé con sus ojos. Intenté
decirle todo con mi mirada, sin dejar escapar ni una sola lágrima. No haría
falta, pues mi corazón lloraba desde hacía tiempo. En ese momento llegué a
creer que ella sentía lo mismo, pues el abrazo en el que nos fundimos por unos
instantes, a solas, me transmitió mucho más que la mayoría de los besos que, a
posteriori, depositaría en otros labios. Labios que tardarían demasiado en ser
los suyos.
Durante aquel breve espacio de tiempo, le
susurré al odio que no perdería jamás el contacto con ella, que algún día nos
veríamos.
Y así fue. Mantuvimos a duras penas la
relación que la distancia nos permitía, y, a pesar de aborrecer las redes
sociales, acabé por apreciarlas sólo por chatear con personas especiales.
Personas como ella.
Al cabo de unos años, viajé con mi mejor amigo
a su ciudad, por fin, con mayor experiencia en el sentir, acuñada entre banales
besos y caricias. Con el apoyo de J y gracias a sus consejos y ánimos, y,
casualmente, durante la fiesta de cumpleaños de ella, le transferí sutil y
cálidamente todo lo que creía seguir sintiendo por ella, entre imperceptibles
destellos de cariño mutuo.
Como siempre, llego la despedida. Pero esta
vez, y a diferencia de años atrás, no sólo miradas y abrazos nos juntaron. Un
inmortal contacto entre sus labios y los míos acabó por fusionarnos por
completo. Aquel beso quedó grabado en mi cabeza y en las comisuras de mis
carnosos ribetes hasta el día de hoy, dejando una imborrable huella en sus
pliegues, que aguardan pacientes un nuevo roce con los que consideran sus
eternos gemelos.
El viaje de vuelta pasó volando entre los
recuerdos de la noche pasada, deseando llegar a casa para poder golpear, como
siempre, pero con un distinto significado, las teclas de nuestros respectivos
ordenadores, cada uno al otro extremo de un frío monitor.
Fue entonces cuando me di cuenta que la
historia se repetía, y que debería pasar mucho tiempo, quizás demasiado, hasta
poder simplemente beber de su mirada y disfrutar de su presencia. Aunque fuese una vez más.