Quiero volver.
Volver a cuando éramos nosotros,
no tú y yo. Cuando nuestros ojos eran pasión, verdad… amor.
Conseguiste hacerme olvidar y
volar sobre el pasado, que quedó desdibujado a la sombra de tu risa. Por ti
pinté de negro a cisnes para revolucionarnos a nosotros dos, los patitos feos. Es
irónico que alguien con ese tremendo poder imbuya el sentimiento contrario sin
saberlo siquiera. Con tu adiós me regalaste el billete de regreso a casa, donde
tiemblo sin remedio. Sin ti. No puedo arroparme con tu pelo, sólo tengo la
ambigua manta del pasado, fría como la escarcha. Tan fría que quema mi razón.
Razón que, antes de acurrucarse a mi lado llorando por nuestra suerte, me
gritaba que debía seguir adelante, que eras una piedra más en mi camino. Pobre ilusa. Por suerte
o por desgracia, quizás por un sádico placer que se esconde en la caverna de mi
alma, soy un hombre que ha elegido el destino de tropezar constantemente con la
misma piedra.
La complejidad que hacía tan especial lo nuestro ha parido algo sencillo, fácil de entender para cualquiera que haya amado alguna vez. Puede que yo no fuese para ti, o que tú no fueses para mí; pero hay algo que sabemos los dos. Ese algo ha hecho que pongamos kilómetros de por medio para que nuestra mutua atracción no nos vuelva a destruir. Ese algo es que, juntos, eramos imparables.
El fruto que nació cuando separamos nuestros corazones es algo que no podré borrar, su sencillez ha cicatrizado en mi pecho a fuego lento. Esa esquirla de lo que queda de ti me recuerda que eras y seguirás siendo mi mayor inspiración,
para bien o para mal. Eres mi música.